sábado, 4 de junho de 2005
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Notas sobre Não-lugares (6)
Sobremodernidad.
Del mundo de hoy al mundo de mañana.
Marc Augé
Notas sobre Não-lugares (6)
Sobremodernidad.
Del mundo de hoy al mundo de mañana.
Marc Augé
Los no-lugares
Paso ahora al segundo movimiento anunciado, paralelo al primero, el paso de los lugares a los no-lugares.
Para la antropología, el lugar es un espacio fuertemente simbolizado, es decir, que es un espacio en el cual podemos leer en parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que comparten. Tenemos todos una idea, una intuición o un recuerdo del lugar entendido de esta manera. Es, por ejemplo, el recuerdo del pueblo familiar donde pasábamos las vaca-ciones o también un recuerdo literario. Pienso en Combray (Combray-Iliers) de Proust y en el conocimiento que Francoise, la sirvienta de la familia del narrador, tiene de todos sus habitantes: después de una minuciosa observación de los espa-cios prácticamente asignados a cada uno en el espacio aldeano, y hasta en la iglesia, ella le da un sentido al más ínfimo desplazamiento de cualquiera. El lugar, en este sentido, para usar una expresión del filósofo Vincente Descombes en su libro sobre Proust, es también un "territorio retórico", es decir, un espacio en donde cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de puntos de referencias espaciales, sociales e históricos: todos los que se reconocen en ellos tienen algo en común, comparten algo, independientemente de la desigualdad de sus respectivas situaciones. La vida, la vida individual, no es necesariamente fácil en un lugar tal; tiene sentido pero carece de libertad, y por eso se concibe que en distintos países y en distintas épocas el paso de la aldea a la ciudad haya podido ser vivido como una liberación.
Los antropólogos estudiaron tales lugares. "Desde la aparición del lenguaje, escribió L.S., hizo falta que el universo significara". Hizo falta, en otros términos, reconocerse en el universo antes de conocer algo, ordenar y simbolizar el espacio y el tiempo para dominar las relaciones humanas. Entre paréntesis, y a pesar de los progresos fantásticos de la ciencia, este diálogo entre sentido y conocimiento, entre simbolismo y saber no está a punto de desaparecer, ya que las relaciones entre hu-manos no pueden depender enteramente de la ciencia o del saber. Así, pues, los antropólogos estudiaron, en las sociedades que llamamos tradicionales, cómo la iden-tidad, las relaciones sociales y la historia se inscribían en el espacio.
En África, como en Asia, en Oceanía o en América, ni la distribución de las aldeas ni las pautas de residencia, ni tampoco las fronteras entre lo profano y lo sagrado están dejadas al azar. No nacemos dondequiera, no vivimos en cualquier lugar (y hemos inventado palabras sabias para referirnos a la residencia en casa del padre, de la madre, del tío, del marido o de la mujer: patrilocalidad, matrilocalidad, avuncolocalidad, virilocalidad o uxorilocalidad). Incluso las poblaciones nómadas tienen una relación muy codificada con el espacio. Así, los Tuaregs no sólo tienen, naturalmente, itinerarios fijos y señalizados sino que también, en cada una de sus paradas, las tiendas de campaña son distribuidas en un orden determinado. Esta preocupación por dar sentido al espacio en términos sociales puede también aplicarse a la casa. Jean-Pierre Vernant nos ha recordado que los griegos de la época clásica distinguían el hogar, centro de la morada y asiento femenino de Hestía, del umbral espacio de Hermes, zona masculina y abierta al exterior. El cuerpo mismo en algunas culturas está considerado como un receptáculo de ciertas presencias an-cestrales y se divide (es el caso en ciertas culturas del Sur de Togo y de Benin) en zonas, objeto de curas especiales o de ofrendas específicas.
Así, al definir el lugar como un espacio en donde se pueden leer la identidad, la relación y la historia, propuse llamar no-lugares a los espacios donde esta lectura no era posible. Estos espacios, cada día más numerosos, son:
· Los espacios de circulación: autopistas, áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas...
· Los espacios de consumo: super e hypermercados, cadenas hoteleras
· Los espacios de la comunicación: pantallas, cables, ondas con apariencia a veces inmateriales.
Podemos pensar, por lo menos en un primer nivel de análisis, que estos nuevos espacios no son lugares donde se inscriben relaciones sociales duraderas. Sería, por ejemplo, muy difícil hacer un análisis en términos durkheimianos de una sala de espera de Roissy: salvo excepción, por suerte siempre posible, los individuos se mueven sin relacionarse, ni negociar nada, pero obedecen a un cierto número de pautas y de códigos que les permiten guiarse, cada uno por su lado. En la autopista, sólo veo del que me adelanta un perfil impasible, una mirada paralela, y luego cuando lo tengo delante el pequeño intermitente rojo que encendió casi sin pensarlo.
Estos no-lugares se yuxtaponen, se encajan y por eso tienden a parecerse: los aeropuertos se parecen a los supermercados, miramos la televisión en los aviones, escuchamos las noticias llenando el depósito de nuestro coche en las gasolineras que se parecen, cada vez más, también a los supermercados. Mi tarjeta de crédito me proporciona puntos que puedo convertir en billetes de avión, etcétera. En la so-ledad de los no-lugares puedo sentirme un instante liberado del peso de las relaciones, en el caso de haber olvidado el teléfono móvil. Este paréntesis tiene un per-fume de inocencia (en francés se puede jugar con la palabra "no-lugares"), pero no nos imaginamos que pueda prolongarse más allá de unas horas. La versión negra de los no-lugares serían los espacios de tránsito donde nos eternizamos, los campos de refugiados, todos estos campos de fortuna que reciben una asistencia humanitaria, y donde los lugares intentan recomponerse.
Paso ahora al segundo movimiento anunciado, paralelo al primero, el paso de los lugares a los no-lugares.
Para la antropología, el lugar es un espacio fuertemente simbolizado, es decir, que es un espacio en el cual podemos leer en parte o en su totalidad la identidad de los que lo ocupan, las relaciones que mantienen y la historia que comparten. Tenemos todos una idea, una intuición o un recuerdo del lugar entendido de esta manera. Es, por ejemplo, el recuerdo del pueblo familiar donde pasábamos las vaca-ciones o también un recuerdo literario. Pienso en Combray (Combray-Iliers) de Proust y en el conocimiento que Francoise, la sirvienta de la familia del narrador, tiene de todos sus habitantes: después de una minuciosa observación de los espa-cios prácticamente asignados a cada uno en el espacio aldeano, y hasta en la iglesia, ella le da un sentido al más ínfimo desplazamiento de cualquiera. El lugar, en este sentido, para usar una expresión del filósofo Vincente Descombes en su libro sobre Proust, es también un "territorio retórico", es decir, un espacio en donde cada uno se reconoce en el idioma del otro, y hasta en los silencios: en donde nos entendemos con medias palabras. Es, en resumen, un universo de reconocimiento, donde cada uno conoce su sitio y el de los otros, un conjunto de puntos de referencias espaciales, sociales e históricos: todos los que se reconocen en ellos tienen algo en común, comparten algo, independientemente de la desigualdad de sus respectivas situaciones. La vida, la vida individual, no es necesariamente fácil en un lugar tal; tiene sentido pero carece de libertad, y por eso se concibe que en distintos países y en distintas épocas el paso de la aldea a la ciudad haya podido ser vivido como una liberación.
Los antropólogos estudiaron tales lugares. "Desde la aparición del lenguaje, escribió L.S., hizo falta que el universo significara". Hizo falta, en otros términos, reconocerse en el universo antes de conocer algo, ordenar y simbolizar el espacio y el tiempo para dominar las relaciones humanas. Entre paréntesis, y a pesar de los progresos fantásticos de la ciencia, este diálogo entre sentido y conocimiento, entre simbolismo y saber no está a punto de desaparecer, ya que las relaciones entre hu-manos no pueden depender enteramente de la ciencia o del saber. Así, pues, los antropólogos estudiaron, en las sociedades que llamamos tradicionales, cómo la iden-tidad, las relaciones sociales y la historia se inscribían en el espacio.
En África, como en Asia, en Oceanía o en América, ni la distribución de las aldeas ni las pautas de residencia, ni tampoco las fronteras entre lo profano y lo sagrado están dejadas al azar. No nacemos dondequiera, no vivimos en cualquier lugar (y hemos inventado palabras sabias para referirnos a la residencia en casa del padre, de la madre, del tío, del marido o de la mujer: patrilocalidad, matrilocalidad, avuncolocalidad, virilocalidad o uxorilocalidad). Incluso las poblaciones nómadas tienen una relación muy codificada con el espacio. Así, los Tuaregs no sólo tienen, naturalmente, itinerarios fijos y señalizados sino que también, en cada una de sus paradas, las tiendas de campaña son distribuidas en un orden determinado. Esta preocupación por dar sentido al espacio en términos sociales puede también aplicarse a la casa. Jean-Pierre Vernant nos ha recordado que los griegos de la época clásica distinguían el hogar, centro de la morada y asiento femenino de Hestía, del umbral espacio de Hermes, zona masculina y abierta al exterior. El cuerpo mismo en algunas culturas está considerado como un receptáculo de ciertas presencias an-cestrales y se divide (es el caso en ciertas culturas del Sur de Togo y de Benin) en zonas, objeto de curas especiales o de ofrendas específicas.
Así, al definir el lugar como un espacio en donde se pueden leer la identidad, la relación y la historia, propuse llamar no-lugares a los espacios donde esta lectura no era posible. Estos espacios, cada día más numerosos, son:
· Los espacios de circulación: autopistas, áreas de servicios en las gasolineras, aeropuertos, vías aéreas...
· Los espacios de consumo: super e hypermercados, cadenas hoteleras
· Los espacios de la comunicación: pantallas, cables, ondas con apariencia a veces inmateriales.
Podemos pensar, por lo menos en un primer nivel de análisis, que estos nuevos espacios no son lugares donde se inscriben relaciones sociales duraderas. Sería, por ejemplo, muy difícil hacer un análisis en términos durkheimianos de una sala de espera de Roissy: salvo excepción, por suerte siempre posible, los individuos se mueven sin relacionarse, ni negociar nada, pero obedecen a un cierto número de pautas y de códigos que les permiten guiarse, cada uno por su lado. En la autopista, sólo veo del que me adelanta un perfil impasible, una mirada paralela, y luego cuando lo tengo delante el pequeño intermitente rojo que encendió casi sin pensarlo.
Estos no-lugares se yuxtaponen, se encajan y por eso tienden a parecerse: los aeropuertos se parecen a los supermercados, miramos la televisión en los aviones, escuchamos las noticias llenando el depósito de nuestro coche en las gasolineras que se parecen, cada vez más, también a los supermercados. Mi tarjeta de crédito me proporciona puntos que puedo convertir en billetes de avión, etcétera. En la so-ledad de los no-lugares puedo sentirme un instante liberado del peso de las relaciones, en el caso de haber olvidado el teléfono móvil. Este paréntesis tiene un per-fume de inocencia (en francés se puede jugar con la palabra "no-lugares"), pero no nos imaginamos que pueda prolongarse más allá de unas horas. La versión negra de los no-lugares serían los espacios de tránsito donde nos eternizamos, los campos de refugiados, todos estos campos de fortuna que reciben una asistencia humanitaria, y donde los lugares intentan recomponerse.