terça-feira, 7 de junho de 2005
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Notas sobre Não-lugares (9)
Sobremodernidad.
Del mundo de hoy al mundo de mañana.
Marc Augé
Notas sobre Não-lugares (9)
Sobremodernidad.
Del mundo de hoy al mundo de mañana.
Marc Augé
Poco tiempo atrás, Disney Corporation ganó un concurso organizado por el ayuntamiento y el Estado de Nueva York para la edificación de un hostal, un centro comercial y de ocio en Times Square, así como la remodelación del barrio. Lo que más destaca en el proyecto de los arquitectos de Disney es que instala el mundo de Superman, con su arquitectura caótica y atravesada por rayos galácticos, en el corazón de la ciudad, como componente normal de ella. Algunos periodistas notaron que el nuevo Times Square era fiel a la estética de los centros de ocio ya instalados en Estados Unidos. Fuera de los debates sofisticados sobre el sentido de la obra, el efecto Disney se toma en serio y se constituye en autoreferencia para el futuro. Se riza así el rizo: de un estado en el cual la ficción se nutría de la transformación imaginaria de lo real, hemos pasado a un estado en el cual lo real se esfuerza en reproducir la ficción. Bajo este diluvio de imágenes, ¿queda aún sitio para la imaginación?
Hay que concluir, y tal vez matizar o corregir, el sentimiento de pesimismo un poco distante que pueda advertirse en mis palabras. No me siento, propiamente dicho, ni distante ni pesimista; quisiera convencerlos formulando dos observaciones y contándoles una anécdota.
La primera observación es que la sociología real, o si lo preferimos, la sociedad real, es más compleja que los modelos que intentan dar cuenta de ella.
Digamos que en la realidad concreta, los elementos que justifican o dirigen la elaboración de modelos interpretativos no se excluyen sino que se sobreañaden. En la realidad, tal como la podemos observar concretamente, nunca hubo desencanto del mundo, nunca hubo muerte del Hombre, fin de grandes relatos o fin de la historia, pero hubo evoluciones, inflexiones, cambios y nuevas ideas, a la vez que reflejos y motores de cambios. No se debe confundir la historia de las ideas ni la de las técnicas con la historia a secas. Estemos tranquilos: la historia continúa. Quizá incluso, en un sentido (si prestamos atención al hecho de que desde ahora su horizonte es el planeta en su totalidad), podamos adelantar que es sólo ahora que comienza, que sólo ahora sale de la prehistoria.
Si la realidad de hoy tiene a menudo la apariencia de un espectáculo, de una película o de un show, si podemos tener la sensación de que por la extensión de los espacios de anonimato, de los espacios de la imagen y de la comunicación, la historia condena a muchos humanos a la soledad, y por la globalización de la economía a muchos también (a menudo son los mismos) a la exclusión. Sin embargo, podemos sin duda sacar fruto de una lección que autoriza, me parece, la experiencia antropológica: el individuo solo es inimaginable y su existencia imposible. Salvo algunas excepciones, los humanos no se perderán en el centelleo de los medios de comunicación. Y tanto si se confirma el sentimiento de déficit simbólico, de debilidad social que nos invade a veces (pero ya Durkheim...), podemos estar seguros de que unas recomposiciones simbólicas y sociales se operarán por vías múltiples e invisibles. Sí, para lo mejor y para lo menos bueno, la historia continúa.
Sin duda la historia de mañana, como ya la de hoy, será recorrida por una doble tensión, entre sentido y ciencia, por un lado, soledad y solidaridad, por el otro. La ciencia, al contrario del mito y de la ideología, no tiene nada para tranquilizarnos: avanza desplazando las fronteras de lo desconocido, y está claro que hoy en día resucita vértigos pascalianos al descubrir en la intimidad del individuo la suma de sus determinantes (estamos cartografiando el genoma humano), justo en el momento en el cual la astrofísica vuelve a actualizar la idea de lo infinitamente grande.
No estamos más en la época del totemismo y de los símbolos elementales, en la época donde la naturaleza proporcionaba fácilmente un lenguaje a la organización de los hombres. Pero hay que vivir, seguir "cultivando nuestro huerto", como decía Voltaire, y para eso afrontar la necesidad de lo social, pensar lo cotidiano a una escala humana, es decir, en algún sitio entre el individuo y lo infinito: no reelaborar lo social.
La historia de ahora en adelante (y es un hecho sin precedentes) será conscientemente la del planeta percibido como planeta, como minúsculo elemento de un sistema entre una infinidad de otros sistemas. Pero por esta misma razón, la aventura, mañana, seguirá siendo una aventura identitaria: la relación entre unos y otros será más que nunca un desafío.
Hace algún tiempo tuve la suerte de tratar mucho con un grupo de indios yaruropumé en la frontera de Venezuela y Colombia. Aislados, casi sin recursos, es-tos indios celebraban casi cada noche una ceremonia, el Tôhé, durante la cual un chamán viaja soñando a la casa de los dioses. Por la mañana cuenta su viaje, que a menudo tiene una meta concreta (pedir la opinión de un dios, recuperar el alma robada de un hombre o de una mujer enfermos, tener noticias de un muerto), y describe el país de los dioses.
Este país es una ciudad donde circulan coches silenciosos entre las altas construcciones iluminadas. En los cruces, la comida y las bebidas son entregadas a discreción. Total, este mundo de dioses es una imagen magnificada de Caracas ¾donde estos pumé nunca han ido, pero de la cual han recolectado algunos ecos o algunas imágenes interrogando a visitantes u hojeando revistas encontradas.
Así, nuestras ciudades han invadido el imaginario de estos indios. Pero son ciudades de ensueños, en su doble sentido. En la realidad, cuando algunos de estos pumé dejan su campamento, paran a las puertas de la ciudad, en las chabolas donde los televisores les proponen, a todas horas, sustitutos a las imágenes de sus sueños, ficciones abandonadas por sus dioses. El sueño y la realidad se degradan conjuntamente. Las ciudades de los sueños indios no son más reales que los indios de los sueños occidentales y juntos se desvanecen. Pero este doble malentendido demuestra, a su manera, que nos hemos vuelto todos (trágicamente, desigualmente, pero ineluctablemente) contemporáneos. Es la historia de esta contemporaneidad, rica en esperanzas y cargada de contradicciones, la que hoy empieza.
Hay que concluir, y tal vez matizar o corregir, el sentimiento de pesimismo un poco distante que pueda advertirse en mis palabras. No me siento, propiamente dicho, ni distante ni pesimista; quisiera convencerlos formulando dos observaciones y contándoles una anécdota.
La primera observación es que la sociología real, o si lo preferimos, la sociedad real, es más compleja que los modelos que intentan dar cuenta de ella.
Digamos que en la realidad concreta, los elementos que justifican o dirigen la elaboración de modelos interpretativos no se excluyen sino que se sobreañaden. En la realidad, tal como la podemos observar concretamente, nunca hubo desencanto del mundo, nunca hubo muerte del Hombre, fin de grandes relatos o fin de la historia, pero hubo evoluciones, inflexiones, cambios y nuevas ideas, a la vez que reflejos y motores de cambios. No se debe confundir la historia de las ideas ni la de las técnicas con la historia a secas. Estemos tranquilos: la historia continúa. Quizá incluso, en un sentido (si prestamos atención al hecho de que desde ahora su horizonte es el planeta en su totalidad), podamos adelantar que es sólo ahora que comienza, que sólo ahora sale de la prehistoria.
Si la realidad de hoy tiene a menudo la apariencia de un espectáculo, de una película o de un show, si podemos tener la sensación de que por la extensión de los espacios de anonimato, de los espacios de la imagen y de la comunicación, la historia condena a muchos humanos a la soledad, y por la globalización de la economía a muchos también (a menudo son los mismos) a la exclusión. Sin embargo, podemos sin duda sacar fruto de una lección que autoriza, me parece, la experiencia antropológica: el individuo solo es inimaginable y su existencia imposible. Salvo algunas excepciones, los humanos no se perderán en el centelleo de los medios de comunicación. Y tanto si se confirma el sentimiento de déficit simbólico, de debilidad social que nos invade a veces (pero ya Durkheim...), podemos estar seguros de que unas recomposiciones simbólicas y sociales se operarán por vías múltiples e invisibles. Sí, para lo mejor y para lo menos bueno, la historia continúa.
Sin duda la historia de mañana, como ya la de hoy, será recorrida por una doble tensión, entre sentido y ciencia, por un lado, soledad y solidaridad, por el otro. La ciencia, al contrario del mito y de la ideología, no tiene nada para tranquilizarnos: avanza desplazando las fronteras de lo desconocido, y está claro que hoy en día resucita vértigos pascalianos al descubrir en la intimidad del individuo la suma de sus determinantes (estamos cartografiando el genoma humano), justo en el momento en el cual la astrofísica vuelve a actualizar la idea de lo infinitamente grande.
No estamos más en la época del totemismo y de los símbolos elementales, en la época donde la naturaleza proporcionaba fácilmente un lenguaje a la organización de los hombres. Pero hay que vivir, seguir "cultivando nuestro huerto", como decía Voltaire, y para eso afrontar la necesidad de lo social, pensar lo cotidiano a una escala humana, es decir, en algún sitio entre el individuo y lo infinito: no reelaborar lo social.
La historia de ahora en adelante (y es un hecho sin precedentes) será conscientemente la del planeta percibido como planeta, como minúsculo elemento de un sistema entre una infinidad de otros sistemas. Pero por esta misma razón, la aventura, mañana, seguirá siendo una aventura identitaria: la relación entre unos y otros será más que nunca un desafío.
Hace algún tiempo tuve la suerte de tratar mucho con un grupo de indios yaruropumé en la frontera de Venezuela y Colombia. Aislados, casi sin recursos, es-tos indios celebraban casi cada noche una ceremonia, el Tôhé, durante la cual un chamán viaja soñando a la casa de los dioses. Por la mañana cuenta su viaje, que a menudo tiene una meta concreta (pedir la opinión de un dios, recuperar el alma robada de un hombre o de una mujer enfermos, tener noticias de un muerto), y describe el país de los dioses.
Este país es una ciudad donde circulan coches silenciosos entre las altas construcciones iluminadas. En los cruces, la comida y las bebidas son entregadas a discreción. Total, este mundo de dioses es una imagen magnificada de Caracas ¾donde estos pumé nunca han ido, pero de la cual han recolectado algunos ecos o algunas imágenes interrogando a visitantes u hojeando revistas encontradas.
Así, nuestras ciudades han invadido el imaginario de estos indios. Pero son ciudades de ensueños, en su doble sentido. En la realidad, cuando algunos de estos pumé dejan su campamento, paran a las puertas de la ciudad, en las chabolas donde los televisores les proponen, a todas horas, sustitutos a las imágenes de sus sueños, ficciones abandonadas por sus dioses. El sueño y la realidad se degradan conjuntamente. Las ciudades de los sueños indios no son más reales que los indios de los sueños occidentales y juntos se desvanecen. Pero este doble malentendido demuestra, a su manera, que nos hemos vuelto todos (trágicamente, desigualmente, pero ineluctablemente) contemporáneos. Es la historia de esta contemporaneidad, rica en esperanzas y cargada de contradicciones, la que hoy empieza.